Te eligió la noche para mi
y yo elegí una noche
para convertirla en toda
una eternidad
para los dos.
Apostamos por no amanecer jamás,
por derretir el pálpito de las olas
con la banda sonora
de la ventana entreabierta,
para escuchar el eco
del roce de los sueños,
cómplices del egoísmo
hasta alcanzar nuestro Himalaya.
Desde la cima
lo transformamos en un lago en calma,
y después en rio
con crecidas y bajadas
con arroyos y cascadas
que apretaban nuestras almas
fundiéndonos más,
hasta unir los cuerpos,
como orillas fecundadas
en un único caudal,
sobre el que deslizar
todos los deseos
hacía la desembocadura
de un latido, interrumpido
por la corriente
de un beso interminable.
Nos escondimos
detrás de una bocanada de niebla,
camuflados por la intemperie
de un noche en carne viva,
cruzamos la frontera
sin salvoconducto,
solo con el pasaporte
de nuestra desnudez total
y descubrimos
la patria de los sin papeles,
de los que acreditan
su existencia con
el DNI de las miradas,
inocentes y perdidas,
limpias y sanas,
las que alcanzan
el horizonte de
las puestas de sol,
caminando descalzos
por el medio del mar
comprobando como
los peces extienden
a su paso
una alfombra de sal,
para nunca más
mirar atrás.